Y acá está el cine Gambrinus. No. No. Hay un Hard Rock Café. No.
Roberto lo dijo y se paró en el medio de la vereda. Un Hard Rock Café. No!. Pero tuvo el coraje de entrar: su cine hecho café, mejor dicho hecho Hard Rock Café, que no es lo mismo: un escenario con columnas doradas, desde el techo colgando unas lámparas gigantes, arañas antiquísimas recubiertas por tubos de tela modernos, transparentes que ocultan su silueta y apaciguan su luz, y una buena cantidad de japoneses recorriéndolo, hablando, tomando café.
Florencia ya no es la misma.
En el Gambrinus, Roberto besó a varias chicas y miró muy pocas películas, aunque algunas le gustaron. Roberto ahora es mi novio y ni locos nos besábamos en un Hard Rock Café.
Roberto, un fiorentino hijo de padres venecianos fue un lujo de guía para mi primera vez en Italia, país que su amiga Donatella simplificó perfectamente “Italia es como una mujer muy linda que cuando habla lo arruina". En quince días es muy difícil que hable mucho aunque algo alcanzó a decir. De todos modos, es bellísima.
Aunque no es la misma Florencia que Roberto conoció.
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Llegamos de noche, muy de noche y salimos a dar una vueltita. El hotel estaba a dos cuadras de la Piazza della Signoria, así que en dos minutos estaba parada en el medio de la historia mirando una réplica de El David que para quien no entiende nada de esculturas está bastante bien logrado.
Todo es inmenso alto altísimo: conocer Florencia es mirar para arriba las estatuas, los techos, las ventanitas. De noche tiene un mismo tono: tierra: calles de piedra, edificios de piedra, vigas oscuras. No hay color y no hay tanta gente caminando por la calle.
Pensé que iba a encontrar más turistas, dije.
Esperá a mañana, me dijo Roberto.
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Son hordas de personas caminando en todas direcciones, parece un encuentro de boy scouts de civil. Va el guía adelante levantando un paraguas, un palo o una bandera para que nadie se pierda y hablando por micrófono. Todos llevan auriculares, todos tienen cámaras de fotos. Hay alemanes, holandeses, japoneses, españoles, estadounidenses, checoslovacos. Caminan despacio, mirando, parándose –de repente- en cualquier lugar de repente y enfocando con sus lentes, no con sus ojos.
Por eso el centro de Florencia es zona peatonal, porque es imposible transitar, ni a pie. Por eso los fiorentinos están hartos y se van a vivir un poco más lejos, aunque lejos es a diez minutos en bicicleta. No pueden entrar a su ciudad, no pueden estacionar el auto, no pueden andar en moto y tienen que soportar esa marabunta de seres maravillados que ya son parte del paisaje. Y del ingenio.
Un negocio de diseño vende estatuitas de turistas gordos, de distintos colores, sin rostro, manos en la espalda, cabeza mirando para arriba, 60 euros.
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A las siete vienen todos los peregrinos, dijo un taxista. Se ve que el taxista no los quiere…porque son esos turistas que no gastan, que no entran a museos, que no comen l' antipasto, primo, secondo, dolce, espresso e grappa. A lo sumo toman un gelato y desaparecen tipo seis de la tarde sin dejar rastro. Al otro día es exactamente lo mismo: mismas caras, mismos paragüitas y mismos auriculares. En esta ciudad es mejor andar turisteando solo o de a dos.
Los fiorentinos te miran mejor.
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Nosotros habíamos ido a Italia en búsqueda de comida italiana, la casera, la de la nona. Roberto hace 17 años que vive en El Salvador, lejísimos de su Florencia, y extraña sus sabores. Encima es chef, entonces hace malabares para que las almejas tropicales que sirve en su restaurante se parezcan a las almejitas italianas (por suerte lo logra y yo como delicioso).
Así que íbamos al encuentro de sabores.
Lugares toscanos que vendan comida toscana quedan pocos…escondidos, adaptados para turistas y llenos de ellos.
Clientes tienen de todo.
Los peores son los rusos, según uno de los meseros del Fagioli: ponen todo en el medio y comparten o se toman un capuccino después de haber comido bacalao. En Fagioli, los meseros, a regañadientes, y burlándose del paladar ajeno los dejan hacer. Cuando ven que Roberto es fiorentino hay un respiro. Es un guiño. Cómplices en el hablar mal del otro. “Capuccino después de un bacalao. Es de locos”.
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En la Trattoria de Mario no son tan flexibles con los gustos de otros. Está a cuadras del Mercado Central y allí se come la bisteca fiorentina, plato toscano por excelencia. El tiempo de espera para entrar a comer es de 30 a 45 minutos y hay muchos japoneses esperando. La Trattoria de Mario ha salido hasta en el New York Times entonces es imposible que pase desapercibida. Se tarda más en la espera que en el almuerzo. El lugar es diminuto y categórico: carteles escritos a mano y pegados en un lugar bien visible: la bistecca si coce come ci pare, non si beve coca cola, qui non si fá la pizza, qui non si chiede kétchup: la bistecca se come término medio, sin coca cola, sin kétchup y a comer pizza a Nápoles.
Están hartos que le pidan esas cosas raras. Coca no, vino sí.
La bistecca fiorentina es una una cosa de locos. Tiene el grosor del lomo de una enciclopedia. Se pone perpendicular sobre la parrilla para que se vaya haciendo y el medio quede crudo pero con sabor, luego se sella vuelta y vuelta. Con una bistecca comen dos, siempre. No es para hacerse el valiente, comen dos.
Además, en la Trattoria di Mario si mangia insieme dal 1953. Hay ocho mesas para cuatro y seis mesas para dos, todas amontonadas. La mesera repite el menú desde lejos y te alcanza los platos y el vino de la casa porque no puede llegar hasta la mesa. Es un lugar angostito con un deleite de sabores. Es muy fácil ver qué come el de al lado y pedir lo mismo. En la mesa de cuatro hay cuatro y en la de seis, seis, se conozcan o no. Si mangia insieme. A nosotros nos tocó una pareja un tanto alcoholizada y extremadamente cursi. Si yo soy la a y tú la c, juntos hacemos el abecedario de por vida, se decían mientras comían cantuccini, una especie de bizcochos secos mojados en un vino dulce.
Mientras la pareja se amaba de una forma muy poco renacentista, yo comía ribollita, un plato que se hace con el pan de días anteriores con verdura y unos tagliatelle con ragú de ciervo.
Viste que hay gente que no hace cola y se va para otro cuartito, me preguntó Roberto. Esos son los fiorentinos que vienen siempre. Se ve que tienen su espacio.
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En lo de Il Giova, otra trattoria, compartimos mesa con un cumpleañero que nos convidó vino con algo así como: si hay para mí, hay para todos.
Yo moría de amor: nunca en otro lado del mundo había compartido mesa de una forma tan obscena. Ahí fuimos el primer día y el último para cerrar el ciclo.
Yo, hastiada de vino y todos los primi piatti comidos en quince días, parloteaba el italiano a la perfección. En la mesa para cuatro éramos cuatro: Roberto hablaba con él sobre relojes y yo con ella sobre mi amor a Italia.
La pobre joven, de chiquita, jugaba en la piazza della Signoria, donde está la imitación del David. Ahí corría con la Santa Croce de fondo. Lo cuenta con cara de pobre joven. Allora non si puó, dice.
Jugar ahí es impensable porque solo pasear es imposible. Está lleno de paragüitas y auriculares.
Ella también se mudó. Su barrio ya no es el centro.
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Florencia se repite: hay una casa del Medioevo de tres pisos, una estatua en mármol que seguramente no pasó a la historia porque se encontró con las que diseñaba Miguel Ángel, una callecita de adoquines sinuosa, una vidriera austera de Gucci, una casa del Medioevo de dos pisos, una estatua de mármol con una túnica de pliegues envidiables, una callecita sinuosa, una vidriera de Salvatore Ferragamo y otra de Pucci y otra de carteras y otra de platería y otra.
Entre tantos negocios, Roberto buscó su tienda: una casa enorme que vende todo lo que una cocina necesita: todo y encima con el diseño italiano.
No estaba más. La mudaron a un local chiquito y sin gracia.
Estaba en esa esquina, dijo. Fue la misma desazón que ante el Hard Rock Café. Su negocio. Su cine. Su Florencia.
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Te voy a llevar a la pastelería más famosa donde se comen los bomboloni, me dijo.
Los bomboloni son unas bolas dulces de masa con crema por dentro (o sin crema) y azúcar por fuera. Bajan -para deleite de niños y grandes- por un tubo de vidrio luego que el panadero le ha inyectado la crema(o no). La bola dulce va cayendo, rebotando en una especie de peldaños torcidos, y llega intacta a la base, calentita, y rebosante de azúcar que se contagió por el camino.
Cuando nosotros llegamos, la máquina de los bomboloni estaba apagada. Roberto se acordaba del vendedor y le preguntó por qué.
Si la quieren con crema no la puedo hacer pasar, dijo. Desde que entramos a la Unión Europea, la crema tiene que permanecer fría, a determinada temperatura, y ya es complicado meterla dentro de los bomboloni, así que va encima, por lo que es imposible soltarlos a su suerte.
De todas formas, y a pedido de Roberto, prendió la máquina para que yo viera caer los bomboloni y viera -no imaginara- una partecita mínima de su infancia.
Entre fiorentinos hablan y mucho. Soy de los pocos que quedan, dijo el vendedor. Todos los negocios de las cuadras son bares o restaurantes. Soy un sobreviviente –dijo- Pero voy a aguantar.
Florencia tan linda, tan adaptada.
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A la izquierda del río Arno, que atraviesa la ciudad, está el Centro Histórico y la vista es perfecta desde el Piazzale Michelangelo, un piazzale que lleva ese nombre, no en honor al escultor, sino porque él diseñó la terracita donde nos sentamos a tomar un aperitivo. Saber que no es en honor a, sino hecho por hace que por un ratito uno se quede callado, como si la historia se pudiera tocar. Ya de vuelta de las vacaciones, googleando, me enteré que no lo hizo Michelangelo, lo hizo el arquitecto Giuseppe Poggi en 1865, pero la magia no me la quita nadie. Además le quedó muy bien, como también quedó buena la réplica de El David.
Hacia la izquierda también está la famosa campiña toscana, abierta, enorme, dibujada: hileras de olivo, hileras de vides y esos pinitos puntiagudos verde oscuro que aparecen cada tanto para dar el toque perfecto. Esta es la zona de casas campesinas: casas del 1200, del 1300 ahora transformadas en hoteles o restaurantes. En los pisos de abajo- donde antes estaban los establos- ahora seguramente se cena y en los pisos de arriba siguen los cuartos, aunque ahora se pagan.
Las casas están desperdigadas, solas, macizas, hoteles cinco estrellas, hoteles boutique, muy lejos de las que podría tener un campesino si apareciese.
De ese lado del Arno vive Luca, un amigo de Roberto. Almorzamos ahí: una mozzarella de película con tomates y valeriana de su huerta.
Ese día, septiembre, soplaba vientito y había sol de otoño, comimos afuera, yo mirando todo el mundo atestado de verde. Lo único que arruinaba la escena, al igual que los turistas arruinan Florencia, eran las columnas con los cables de alta tensión que atraviesan la foto.
Cuando nos fuimos Roberto me dijo
Pobre el papá de Luca, luchó años para que quitaran esos cables, que los pasaran bajo tierra porque son un peligro. Y después que murió decidieron quitarlo, pero bueno, eso fue hace cinco años.
Italia la linda que si habla lo arruina.
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No compres lo que ves, dijo el taxista. Qué termómetro los taxistas!, En Italia se pagan muchos impuestos, las obras que se empezaron a construir hace tiempo todavía están por la mitad, está Berlusconi que no es poco, y los turistas que son muchos. Los fiorentinos se van al otro lado del río Arno donde se puede andar en auto y estacionar, salir a hacer las compras y caminar una cuadra seguida sin detenerse o interrumpir una foto ajena, scusi, scusi.
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En Florencia se paga, por todo se paga: iglesia, torre, muro, jardín, museo. Los fiorentinos deben presentar su residencia fiorentina para no pagar. Roberto no la tiene así que tuvo que pagar 10 euros para entrar a I giardini dei Boboli, los jardines enormes del Palazzo Pitti donde iba cuando era estudiante y se escapa de la escuela; tuvo que pagar 10 euros para entrar a la Santa Croce; y tuvo que mostrarme de afuera el Batisteri de Il Duomo, donde lo bautizaron porque ahora hay que hacer una cola de tres cuadras para conocerlo y comprar la entrada.
Pagar por recuerdos suena raro.
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Los fiorentinos, dicen algunos, están tristes. Yo no los vi tristes, pero tampoco vi muchos. En muchos negocios son los chinos los que te saludan con ese acento tan inconfundible buon giorno, buol giolno.
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La ciudad se les cierra a estos italianos, se les esconde, se les dificulta.
Para ver El David, el verdadero, –que está en la Accademia- hay que hacer tres o cuatro cuadras de cola a cualquier hora del día, llena de guías, cámaras de fotos, acentos. Llena de gente que no es de ahí.
Eso le quita las ganas a cualquier vecino, incluso me las quitó a mí. A Roberto ni se diga. Diez euros por no pertenecer.
Me conformé con su réplica al aire libre y la campiña y los taxistas y el privilegio tonto de pensar que yo era la única en ese momento que sabía que donde está el Hard Rock Café estaba el Gabrinus, donde Roberto besó a varias chicas y vio muy pocas películas.