miércoles, 30 de noviembre de 2011

Florencia sin David


Y acá está el cine Gambrinus. No. No. Hay un Hard Rock Café. No.
Roberto lo dijo y se paró en el medio de la vereda. Un Hard Rock Café. No!. Pero tuvo el coraje de entrar: su cine hecho café, mejor dicho hecho Hard Rock Café, que no es lo mismo: un escenario con columnas doradas, desde el techo colgando unas lámparas gigantes, arañas antiquísimas recubiertas por tubos de tela modernos, transparentes que ocultan su silueta y apaciguan su luz, y una buena cantidad de japoneses recorriéndolo, hablando, tomando café.
Florencia ya no es la misma.
En el Gambrinus, Roberto besó a varias chicas y miró muy pocas películas, aunque algunas le gustaron. Roberto ahora es mi novio y ni locos nos besábamos en un Hard Rock Café.
Roberto, un fiorentino hijo de padres venecianos fue un lujo de guía para mi primera vez en Italia, país que su amiga Donatella simplificó perfectamente “Italia es como una mujer muy linda que cuando habla lo arruina". En quince días es muy difícil que hable mucho aunque algo alcanzó a decir. De todos modos, es bellísima.
Aunque no es la misma Florencia que Roberto conoció.
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Llegamos de noche, muy de noche y salimos a dar una vueltita. El hotel estaba a dos cuadras de la Piazza della Signoria, así que en dos minutos estaba parada en el medio de la historia mirando una réplica de El David que para quien no entiende nada de esculturas está bastante bien logrado.
Todo es inmenso alto altísimo: conocer Florencia es mirar para arriba las estatuas, los techos, las ventanitas. De noche tiene un mismo tono: tierra: calles de piedra, edificios de piedra, vigas oscuras. No hay color y no hay tanta gente caminando por la calle.
Pensé que iba a encontrar más turistas, dije.
Esperá a mañana, me dijo Roberto.

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Son hordas de personas caminando en todas direcciones, parece un encuentro de boy scouts de civil. Va el guía adelante levantando un paraguas, un palo o una bandera para que nadie se pierda y hablando por micrófono. Todos llevan auriculares, todos tienen cámaras de fotos. Hay alemanes, holandeses, japoneses, españoles, estadounidenses, checoslovacos. Caminan despacio, mirando, parándose –de repente- en cualquier lugar de repente y enfocando con sus lentes, no con sus ojos.
Por eso el centro de Florencia es zona peatonal, porque es imposible transitar, ni a pie. Por eso los fiorentinos están hartos y se van a vivir un poco más lejos, aunque lejos es a diez minutos en bicicleta. No pueden entrar a su ciudad, no pueden estacionar el auto, no pueden andar en moto y tienen que soportar esa marabunta de seres maravillados que ya son parte del paisaje. Y del ingenio.
Un negocio de diseño vende estatuitas de turistas gordos, de distintos colores, sin rostro, manos en la espalda, cabeza mirando para arriba, 60 euros.
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A las siete vienen todos los peregrinos, dijo un taxista. Se ve que el taxista no los quiere…porque son esos turistas que no gastan, que no entran a museos, que no comen l' antipasto, primo, secondo, dolce, espresso e grappa. A lo sumo toman un gelato y desaparecen tipo seis de la tarde sin dejar rastro. Al otro día es exactamente lo mismo: mismas caras, mismos paragüitas y mismos auriculares. En esta ciudad es mejor andar turisteando solo o de a dos.
Los fiorentinos te miran mejor.

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Nosotros habíamos ido a Italia en búsqueda de comida italiana, la casera, la de la nona. Roberto hace 17 años que vive en El Salvador, lejísimos de su Florencia, y extraña sus sabores. Encima es chef, entonces hace malabares para que las almejas tropicales que sirve en su restaurante se parezcan a las almejitas italianas (por suerte lo logra y yo como delicioso).
Así que íbamos al encuentro de sabores.
Lugares toscanos que vendan comida toscana quedan pocos…escondidos, adaptados para turistas y llenos de ellos.
Clientes tienen de todo.
Los peores son los rusos, según uno de los meseros del Fagioli: ponen todo en el medio y comparten o se toman un capuccino después de haber comido bacalao. En Fagioli, los meseros, a regañadientes, y burlándose del paladar ajeno los dejan hacer. Cuando ven que Roberto es fiorentino hay un respiro. Es un guiño. Cómplices en el hablar mal del otro. “Capuccino después de un bacalao. Es de locos”.

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En la Trattoria de Mario no son tan flexibles con los gustos de otros. Está a cuadras del Mercado Central y allí se come la bisteca fiorentina, plato toscano por excelencia. El tiempo de espera para entrar a comer es de 30 a 45 minutos y hay muchos japoneses esperando. La Trattoria de Mario ha salido hasta en el New York Times entonces es imposible que pase desapercibida. Se tarda más en la espera que en el almuerzo. El lugar es diminuto y categórico: carteles escritos a mano y pegados en un lugar bien visible: la bistecca si coce come ci pare, non si beve coca cola, qui non si fá la pizza, qui non si chiede kétchup: la bistecca se come término medio, sin coca cola, sin kétchup y a comer pizza a Nápoles.
Están hartos que le pidan esas cosas raras. Coca no, vino sí.
La bistecca fiorentina es una una cosa de locos. Tiene el grosor del lomo de una enciclopedia. Se pone perpendicular sobre la parrilla para que se vaya haciendo y el medio quede crudo pero con sabor, luego se sella vuelta y vuelta. Con una bistecca comen dos, siempre. No es para hacerse el valiente, comen dos.
Además, en la Trattoria di Mario si mangia insieme dal 1953. Hay ocho mesas para cuatro y seis mesas para dos, todas amontonadas. La mesera repite el menú desde lejos y te alcanza los platos y el vino de la casa porque no puede llegar hasta la mesa. Es un lugar angostito con un deleite de sabores. Es muy fácil ver qué come el de al lado y pedir lo mismo. En la mesa de cuatro hay cuatro y en la de seis, seis, se conozcan o no. Si mangia insieme. A nosotros nos tocó una pareja un tanto alcoholizada y extremadamente cursi. Si yo soy la a y tú la c, juntos hacemos el abecedario de por vida, se decían mientras comían cantuccini, una especie de bizcochos secos mojados en un vino dulce.
Mientras la pareja se amaba de una forma muy poco renacentista, yo comía ribollita, un plato que se hace con el pan de días anteriores con verdura y unos tagliatelle con ragú de ciervo.

Viste que hay gente que no hace cola y se va para otro cuartito, me preguntó Roberto. Esos son los fiorentinos que vienen siempre. Se ve que tienen su espacio.

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En lo de Il Giova, otra trattoria, compartimos mesa con un cumpleañero que nos convidó vino con algo así como: si hay para mí, hay para todos.
Yo moría de amor: nunca en otro lado del mundo había compartido mesa de una forma tan obscena. Ahí fuimos el primer día y el último para cerrar el ciclo.
Yo, hastiada de vino y todos los primi piatti comidos en quince días, parloteaba el italiano a la perfección. En la mesa para cuatro éramos cuatro:  Roberto hablaba con él sobre relojes y yo con ella sobre mi amor a Italia.
La pobre joven, de chiquita, jugaba en la piazza della Signoria, donde está la imitación del David. Ahí corría con la Santa Croce de fondo. Lo cuenta con cara de pobre joven. Allora non si puó, dice.
Jugar ahí es impensable porque solo pasear es imposible. Está lleno de paragüitas y auriculares.
Ella también se mudó. Su barrio ya no es el centro.

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Florencia se repite: hay una casa del Medioevo de tres pisos, una estatua en mármol que seguramente no pasó a la historia porque se encontró con las que diseñaba Miguel Ángel, una callecita de adoquines sinuosa, una vidriera austera de Gucci, una casa del Medioevo de dos pisos, una estatua de mármol con una túnica de pliegues envidiables, una callecita sinuosa, una vidriera de Salvatore Ferragamo y otra de Pucci y otra de carteras y otra de platería y otra.
Entre tantos negocios, Roberto buscó su tienda: una casa enorme que vende todo lo que una cocina necesita: todo y encima con el diseño italiano.
No estaba más. La mudaron a un local chiquito y sin gracia.
Estaba en esa esquina, dijo. Fue la misma desazón que ante el Hard Rock Café. Su negocio. Su cine. Su Florencia.

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Te voy a llevar a la pastelería más famosa donde se comen los bomboloni, me dijo.
Los bomboloni son unas bolas dulces de masa con crema por dentro (o sin crema) y azúcar por fuera. Bajan -para deleite de niños y grandes- por un tubo de vidrio luego que el panadero le ha inyectado la crema(o no). La bola dulce va cayendo, rebotando en una especie de peldaños torcidos, y llega intacta a la base, calentita, y rebosante de azúcar que se contagió por el camino.
Cuando nosotros llegamos, la máquina de los bomboloni estaba apagada. Roberto se acordaba del vendedor y le preguntó por qué.
Si la quieren con crema no la puedo hacer pasar, dijo. Desde que entramos a la Unión Europea, la crema tiene que permanecer fría, a determinada temperatura, y ya es complicado meterla dentro de los bomboloni, así que va encima, por lo que es imposible soltarlos a su suerte.
De todas formas, y a pedido de Roberto, prendió la máquina para que yo viera caer los bomboloni y viera -no imaginara- una partecita mínima de su infancia.
Entre fiorentinos hablan y mucho. Soy de los pocos que quedan, dijo el vendedor. Todos los negocios de las cuadras son bares o restaurantes. Soy un sobreviviente –dijo- Pero voy a aguantar.
Florencia tan linda, tan adaptada.
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A la izquierda del río Arno, que atraviesa la ciudad, está el Centro Histórico y la vista es perfecta desde el Piazzale Michelangelo, un piazzale que lleva ese nombre, no en honor al escultor, sino porque él diseñó la terracita donde nos sentamos a tomar un aperitivo. Saber que no es en honor a, sino hecho por hace que por un ratito uno se quede callado, como si la historia se pudiera tocar. Ya de vuelta de las vacaciones, googleando, me enteré que no lo hizo Michelangelo, lo hizo el arquitecto Giuseppe Poggi en 1865, pero la magia no me la quita nadie. Además le quedó muy bien, como también quedó buena la réplica de El David.
Hacia la izquierda también está la famosa campiña toscana, abierta, enorme, dibujada: hileras de olivo, hileras de vides y esos pinitos puntiagudos verde oscuro que aparecen cada tanto para dar el toque perfecto. Esta es la zona de casas campesinas: casas del 1200, del 1300 ahora transformadas en hoteles o restaurantes. En los pisos de abajo- donde antes estaban los establos- ahora seguramente se cena y en los pisos de arriba siguen los cuartos, aunque ahora se pagan.
Las casas están desperdigadas, solas, macizas, hoteles cinco estrellas, hoteles boutique, muy lejos de las que podría tener un campesino si apareciese.
De ese lado del Arno vive Luca, un amigo de Roberto. Almorzamos ahí: una mozzarella de película con tomates y valeriana de su huerta.
Ese día, septiembre, soplaba vientito y había sol de otoño, comimos afuera, yo mirando todo el mundo atestado de verde. Lo único que arruinaba la escena, al igual que los turistas arruinan Florencia, eran las columnas con los cables de alta tensión que atraviesan la foto.
Cuando nos fuimos Roberto me dijo
Pobre el papá de Luca, luchó años para que quitaran esos cables, que los pasaran bajo tierra porque son un peligro. Y después que murió decidieron quitarlo, pero bueno, eso fue hace cinco años.
Italia la linda que si habla lo arruina.

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No compres lo que ves, dijo el taxista. Qué termómetro los taxistas!, En Italia se pagan muchos impuestos, las obras que se empezaron a construir hace tiempo todavía están por la mitad, está Berlusconi que no es poco, y los turistas que son muchos. Los fiorentinos se van al otro lado del río Arno donde se puede andar en auto y estacionar, salir a hacer las compras y caminar una cuadra seguida sin detenerse o interrumpir una foto ajena, scusi, scusi.

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En Florencia se paga, por todo se paga: iglesia, torre, muro, jardín, museo. Los fiorentinos deben presentar su residencia fiorentina para no pagar. Roberto no la tiene así que tuvo que pagar 10 euros para entrar a I giardini dei Boboli, los jardines enormes del Palazzo Pitti donde iba cuando era estudiante y se escapa de la escuela; tuvo que pagar 10 euros para entrar a la Santa Croce; y tuvo que mostrarme de afuera el Batisteri de Il Duomo, donde lo bautizaron porque ahora hay que hacer una cola de tres cuadras para conocerlo y comprar la entrada.
Pagar por recuerdos suena raro.

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Los fiorentinos, dicen algunos, están tristes. Yo no los vi tristes, pero tampoco vi muchos. En muchos negocios son los chinos los que te saludan con ese acento tan inconfundible buon giorno, buol giolno.

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La ciudad se les cierra a estos italianos, se les esconde, se les dificulta.
Para ver El David, el verdadero, –que está en la Accademia- hay que hacer tres o cuatro cuadras de cola a cualquier hora del día, llena de guías, cámaras de fotos, acentos. Llena de gente que no es de ahí.
Eso le quita las ganas a cualquier vecino, incluso me las quitó a mí. A Roberto ni se diga. Diez euros por no pertenecer.
Me conformé con su réplica al aire libre y la campiña y los taxistas y el privilegio tonto de pensar que yo era la única en ese momento que sabía que donde está el Hard Rock Café estaba el Gabrinus, donde Roberto besó a varias chicas y vio muy pocas películas.



jueves, 30 de junio de 2011

Palabras


Esdrújula está completamente borracha. Y ese sombrero ridículo que se puso, que parece un acento, se bambolea como sus piernas. Solo para juzgarla, ya está grande para estar así. Está bailando a un costado sola y lo que es peor con el ipod: lo que para ella es ritmo para el resto es show. Se la ve tan feliz. Yo siempre creí que el nombre de las personas influye. Yo soy Grave y estoy sentada en una mesa sola tomando una cerveza y para colmo, caliente. Pero es muy de mí, muy Grave.

30 de junio de 2011.

martes, 28 de junio de 2011

Dichos


No se gana pero se goza. Y es verdad. Así dicen acá cuando están trabajando como locos por dos pesos y a las risas, trabajando horas extras sin paga y tentados. Son de sonrisa fácil.
También cuando están listos para hacer las cosas como deben ser dicen si la hacemos negra la hacemos trompuda. Nada de hacerlo a medias. Si se hace, se hace.
Y no es lo mismo verla venir que tenerla enfrente. Aplica a mujeres guapas o a situaciones que de lejos parecen más chiquitas.
Finalmente tiene un buen lejos: buen mozo a la distancia. Un fiasco.

28 de junio de 2011
Para contrarrestar el de abajo

Desatino


Tuve un desatino. Volvíamos de dar clase de una escuelita en Las Flores que ni siquiera sé exactamente dónde queda y subimos con nosotros en el auto a la directora. Volvíamos de celebrarles el día del maestro en la escuela, con canto, baile y regalos. Y charla va, charla viene, yo tuve la inteligencia de opinar desde mi sentido optimista, mi información por los diarios: yo creo que las maras no molestan a las escuelas, dije. Las respetan, dije.
A usted porque nunca le ha pasado nada, a mi me dejaron viuda hace cinco años.
Llegaron unos chicos a hacer relajo a la escuela y una maestra avisó a la policía, la policía llegó y les dio duro adentro de la escuela, y pensaron que había llamado mi marido el director. Unos días después uno de los cuidadores le dijo vaya con cuidado don Ricardo, que lo andan buscando. Qué va!. Lo mataron de ocho balazos desde la pasarela de la escuela, tres ex alumnos suyos, menores de edad. Yo, cada vez que paso por esa pasarela me da aaa, me da una cosa.
Ni siquiera pude ver si se tocaba el pecho.
A los chicos les dieron seis años de cárcel y si se casaran dentro les bajan la condena. Yo eso no lo sabía, aunque en realidad hay un montón de cosas que no sé.

28 de junio de 2011
La escuelita de Las Flores son cuatro aulas de chapa, un calor infernal y cinco maestras doble turno que hacía años que nadie les celebraba su día.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Olores

Los olores me matan porque no vienen solos.
Hay un jazmín de pétalos chiquititos, cinco pétalos, que está como a diez cuadras de mi casa; es un jazmín por el que tengo que pasar cuando voy un poco más lejos. Y siempre junto uno del suelo y lo huelo. Es el jazmín de mi casa en Argentina, el jazmín de mi escuela. Es el patio de mi casa, el césped, el olor a humedad, a tierra mojada. Es mi papá regando.
Los olores me matan porque aparecen de repente.
De la nada. Se camuflan.
El otro día había olor a carpa, a arena mezclada con lona, a mínima humedad. A encierro de verano. A campamento. Y me acordé de Sandra. Mucho.
Los olores me matan porque me hacen sonreir.

23 de marzo de 2011.
Es un gran miércoles

jueves, 17 de febrero de 2011

Nicaragua

El prejuicio se rebeló. Estoy en un hotel en Nicaragua, hotel Mozonte, y uno de los cuartos está ocupado por cuatro jóvenes, a simple vista, ex delincuentes. Uno de ellos tiene el pelo lleno de rulitos, negros, los brazos tatuados indisimulablemente y una mirada de las que incomodan. De las que no conoce el miedo, de las que miran a los ojos y no te olvidan. Estamos los dos en la piscina, escondidos el uno del otro por las plantas.


El escucha música de perreo que manda a todo el mundo a la mierda, que la vida es de los ricos y los problemas de los pobres. Y también busca en su compu historias de fantasmas.

Yo estoy a la sombrita, es mediodía, y escribo. De pronto se me acerca un perro de los nuevos, un caliche blanco, lleno de rulos, ojitos indefensos, patitas cortas, orejas de propaganda de televisión. Y el malo, sin levantar la vista de la pantalla de la compu, le dice “Cuqui, venga”.

Nicaragua de tan pobre no es pretenciosa. Al menos lo que conozco de Managua, lo que hay es lo que hay. Casas bajitas llenas de sol y calor. Normales, con rejas, con jardines. Hay una catedral de las de antes, pero el resto de los edificios históricos no llaman la atención por históricos.

Es una ciudad chata y larga, muy larga. Entre la zona del hotel y la zona del bar Garabato hay que andar por una autopista, con árboles a los costados, como si la ciudad se cortara en dos, tomara un respiro y empezara de vuelta. Es 11 de febrero.

-¿Todavía están puestos los arbolitos y las luces de Navidad?

-Sí a la Primera Dama le gustan -dice el taxista- así nos llega la cuenta de la luz.

En Nicaragua la gente está en la vereda. Durante el día, a la tardecita. Se puede leer el diario en la mecedora del hotel en la vereda. En la calle. Un barrio de casitas bajas, que en su época fue residencial, pero no tanto. Que está a una cuadra de la calle principal, muy cerca de Price Mart, de Banco Promérica donde se pueden cambiar dólares por córdobas y del supermercado La Colonia, que parece un supermercado muy lejos de la pobrecita Nicaragua.

Lo que hay en Managua es color, y eso se ve perfectamente compactado en el muelle que da sobre el lago Xolotán, un lago divino, enorme, contaminado.

Allí todos los puestos de comida y bebida, todas las bancas, todas las flores son de colores, rosado, violeta, verde, amarillo, azul. Allí casi todo tiene nombre cubano sin mucha imaginación: bar cubano, mojitos cubanos. El muelle es un reducto humano a la vida. A la entrada, un gran cartel con una frase de Salvador Allende en letras doradas, recibe a los visitantes.

El lago es perfecto, rodeado de montañas, infinito como un mar que es lago. Hasta mínimas olas se le parecen.

En un puestito de comida, pedimos, mis dos compañeros camarógrafos y yo, un quesillo para poder grabar cómo se hace y luego comerlo. El quesillo es delicioso. Es la comida más típica entre las típicas. Es una tortilla con queso de enredo, que puede ser en forma de trenza o de feta grande, con cebolla, chile y crema. Que se sirve como un burrito.

En el puesto está sentada, del lado de los clientes, la amiga de la que atiende. Tiene las cejas fucsias y las uñas de los pies verdes.



-¿Tiene Coca Cola?- pregunta uno de mis compañeros camarógrafos.

-Si

-¿Tiene una fresca?-pregunta el otro.

-Para fresca yo –dice indecorosa cejas fucsias, uñas verdes. Es divertida.

A pocos metros del muelle, está la plaza, con el anfiteatro donde el comandante Daniel Ortega da discursos y reúne de una vez las banderas rojas y negras del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El anfiteatro es una concha blanca que forma como un techo, como si fueran cabellos hirsutos parados. Allí hasta el mismo Daniel es pequeño. El anfiteatro es enorme y da la sensación de que no cualquiera se puede subir en él. Ahora es viernes y está vacío, casi todo el parque está vacío y eso que es grande.

En realidad, no está vacío del todo. Solo hay unas pocas cabras pastando que es necesario ir a fotografiar por inverosímil (Managua es la capital de Nicaragua y en el parque está el anfiteatro del presidente).

Las grabamos, las enfocamos, las vemos con los ojos grandes y cuando nos vamos, aparece su dueño en bicicleta. Sonriendo, algo sucio, con los zapatos gastados, todo él en tonos gris.



-¿Son suyas las cabras?

-Sí

-¿Y son mansitas? ¿Se portan bien?

-Claro, son cabras de la capital

Y después sorprende. Insiste en que Nicaragua no es un pueblo bruto, pero que no sabe por qué no puede salir. También insiste en que Daniel Ortega no va a ser presidente por tercera vez, pero lo dice con la convicción de que él, el dueño de las cabras, no lo va a dejar. “Ya gobernó dos veces, ya está mi comandante. Que un nicaragüense venga a reformar mi constitución, no, no se puede. Ya lo dejamos gobernar”.

Pregunta por Funes, el presidente también de izquierda de El Salvador. Y se ríe. Para él El Salvador es un modelo a seguir. Pobre. Y se alegra que el FMLN, el partido de Funes, esté en el poder. Aunque sabe que entre los benditos ideales del Che y estos dos, hay un abismo.

Cuqui, el perrito oveja sigue dando vueltas por una zona delimitada del hotel, indefenso. Ni ladra. El joven pinta de maleante, en cuero, con los pantalones de jean que dejan ver, como se usa ahora, los calzoncillos, lo levanta y lo mima. Cuqui sigue sin demostrar sentimientos. No ladra.



13 de febrero de 2011.
Calor.

miércoles, 5 de enero de 2011

Azúcar

En enero el aire se llena de caña quemada, cae del cielo, cae en las piscinas, en la calle, en la cabeza. Son pequeñísimas virutas negras que flotan como las hojas, de un costado al otro, y da la sensación de que no se mueren. Es azúcar disfrazada. Y llena todo el país, pese a que en muy pocos lugares se quema caña, pero como el país es tan chiquito, hay azúcar negra del campo a la ciudad.


5 de enero
Hoy abre el risto nuevo, nada que ver con el azúcar